
Magali Sombra Martí Lelis Sánchez
Ahora nos entra el fastidio y las tardes se nos van en mirarnos las caras. Desde que la sombra se fue hay exceso de luz en casa y una ausencia insoportable. Antes había que andar a las vivas para no pisarla. Le gustaba deslizarse por las paredes, y no había problema; le agradaba sentarse en el sofá o aplanarse contra la alfombra, de modo que a veces la pisábamos o nos sentábamos en ella. Nos gustaba pasar las veladas de invierno, los tres frente a la chimenea, con chocolate y donas y una cobija en la espalda. No necesitábamos palabras. Al apagar las luces sentíamos que nada nos separaría. Magali y yo nos abrazábamos, y ella se extendía sobre nosotros, oscura, tibia como frazada.
La desaparición coincidió con los mareos de Magali, los vómitos y los estoy embarazada, luego fueron médicos, hospital y tejer chambras, comprar cuna y ropitas, pintar el cuarto para el bebé y ultrasonidos, más visitas, ocho meses —por la cesárea— y qué bonita la nena, ya nació Magali. Total que las dieron de alta, y a la segunda semana de mal dormir en casa, entre cólicos y biberones, echamos de menos a la sombra. La esperamos un par de semanas, pero no regresó hasta después de aquello repentino con la niña. No tuvimos tiempo de llorarla. Estábamos conmocionados, el funeral y de nuevo las visitas, café en lugar de chocolates, ropa negra y blanca, cajita con olanes para Magali chica, tan chiquita, no tuvimos tiempo, no tuvimos.
La noche del día del sepelio, Magali quiso prender la chimenea, hacía frío, nos servimos coñac, apagamos la luz y, sentados en la alfombra, la frazada nos fue calentando. Desde entonces la esperamos.
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